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Año 7 #83 Septiembre 2021

Nosotros los monos

Abrevaya dice como al pasar. Pero su pluma queda resonando en el lector. “Mónica, pero todavía yo no sabía que se llamaba así, cuyo nombre de guerra era Virginia, algo que iba a averiguar esa misma noche, entró al club con su compañero, Aníbal, nombre guerrero si los hay, que se hacía llamar Luciano, algo bien pacífico apenas se lo piensa un poco, por eso de la luz, igual que Virginia, ahora me fijo.”

 

Nosotros los monos

 

Incluido en Las mil y una noches peronistas, Buenos Aires, Granica, 2019.

 

El club estaba metido en el corazón de la villa, era un claro en medio de aquel amontonamiento insensato de cuchitriles donde se aglomeraban los bebés y los ancianos y las putas y los ladrones y los laburantes y las señoras que fregaban los calzones de todos ellos. Se llegaba después de caminar por callecitas angostas como tuberías, uno iba dando vueltas, saludando a los vecinos, avanzando, retrocediendo, a la derecha, a la izquierda, y girando, y perdiéndose. Todos nos perdimos alguna vez para llegar al club, que estaba en una especie de plaza central, como en los pueblos de provincia. La villa era la capital desconocida de una provincia desconocida. No había municipalidad pero había un despacho de vino que era también el bar del pueblo y aunque faltaba la iglesia estaba la capilla que era la caseta donde vivía el cura, Manolo, y estaba el club, que en realidad era un baldío con arcos de papi fútbol, y un gimnasio mal techado y esa noche todo eso era el salón de baile. Habían retirado los arcos y abierto la puerta que daba al gimnasio y era un solo espacio, sacaron las sogas que dibujaban el ring, la bolsa colgaba a un costado. El club se llamaba “Unidos o Dominados” y tenía un cuadro de Evita Montonera en la entrada, pero alguien había pintado encima de la puerta: “Nosotros Los Monos”, nadie supo bien qué quería decir eso, aunque sonaba familiar, y nadie, tampoco, se ocupó jamás de quitarlo.

Mónica, pero todavía yo no sabía que se llamaba así, cuyo nombre de guerra era Virginia, algo que iba a averiguar esa misma noche, entró al club con su compañero, Aníbal, nombre guerrero si los hay, que se hacía llamar Luciano, algo bien pacífico apenas se lo piensa un poco, por eso de la luz, igual que Virginia, ahora me fijo. Debe ser que todos éramos un poco así, luminosos y virginales, metidos en una práctica violenta con nuestros ideales de pureza siempre adelante. Rara mezcla, aquel mundo de angelitos y perdigones. Llegaron; Mónica y Aníbal, que eran también Virginia y Luciano, entre varios. A esa hora ya éramos más de cuatrocientos allí, muchos oficiales y comandantes, esos eran los combatientes y se notaba de verlos nomás: una columna de guerreros festejando con empanadas y vino tinto, tipos sapientes, curtidos, sólidos, bien plantados. Había militantes del Movimiento Villero, lo que era lógico porque era su lugar natural, y estaban los chicos de la Juventud Universitaria, unos intelectualitos que se comían las eses para dar con el perfil popular, y los de las Unidades Básicas, y también los de la Unión de Estudiantes Secundarios, que era por donde yo llegaba. Estábamos todos, porque esa noche se casaban dos compañeros, Facundo y Elena se llamaban, y el padre Manolo que, justamente, iba a oficiar la ceremonia en una tarima que en ese momento estaba oscura. Manolo era un sacerdote del Tercer mundo, un cuadrazo que, se decía, se acercaba a la decisión de tomar las armas. Tipo pintón, el padre, una facha bárbara, alto, rubio y distinguido, se le notaban los dos apellidos y los años de rugby en el CASI; las compañeras lo miraban con descaro y sonreían entre ellas cuando pasaba, a veces le decían algún piropo subido de tono y Manolo se ponía colorado. Eran bravas las compañeras. En la villa recibía declaraciones de amor todos los días.

Avanzaron hacia el grupo grande, buscaron lugar entre sus conocidos. Yo los vi entrar y lo codeé suave a Ariel —compañero de la UES y amigo mío de toda la vida, habíamos compartido carpa y soquetes en los campamentos de Hebraica, hoy hace veinticinco años que se lo llevaron— y le dije che, Ariel, uh, perdón, Juancho, mirá, mirá esa mina que entró allí, ¿la ves? esa chiquita y linda, esa, esa, ¿la viste? es mi vecina, no lo puedo creer, la miro todos los días desde mi ventana y ahora está acá, yo sabía que tenía que ser compañera. Juancho me miró alarmado y dijo dale, seguí diciendo mi nombre en voz alta que ya lo debe saber hasta López Rega. ¿De veras vos espiás a compañeros? ¿Estás loco? Eso es muy peligroso, además de una seria desviación ideológicaterminó de pontificar con un dedo apuntándome al pecho. Después miró a donde yo miraba y la vio: Virginia iba detrás del compañero y no parecía caminar, ella iba y era, lo juro, una candela silenciosa que se desplazaba entre la gente, apareciendo y desapareciendo, cubierta a medias por los demás, todos más altos que ella, todos enormes como álamos, los demás, y ella de blanco, irradiaba luz y me horadaba el corazón. Juancho lo notó: es linda la mina, sí, che, pero tené cuidado, te podés meter en un quilombo fulero, encima de compañera es casada, y el dorima tiene pinta de tipo bravo, ese debe ser comandante, lo menos, eso dijo, pero ahora sonreía. Era cierto: era la primera vez que los tenía tan cerca. Luciano era tipo bestia, me pareció un gigante, pensé que debía medir dos metros, usaba pelo bien largo y lacio, tirado para atrás, bigotazos a lo Pancho Villa, campera de cuero negro, por allí andaría la 45 reglamentaria en su cartuchera, me imaginé, y se notaba que era pesado, tenía el gesto del tipo que ya sabe lo que es apretar el gatillo. Los estoy viendo: Virginia parecía una nena, los ojazos claros, la mirada limpia, el pelo castaño hasta la cintura y flequillo, esa noche estaba seria, pero siempre sonreía fácil y en esos momentos me daban ganas de abrazarla. Yo era un perejil del Nacional, tenía diecisiete años, pesaba cincuenta y dos kilos y ella una mujer, una madre, una esposa y una combatiente. Éramos del barrio y yo la pispeaba cada vez que pasaba con su hijo en el cochecito, yo creía que ni siquiera me había registrado pero esa noche hizo un gesto que pareció una sonrisa cuando me vio mirándola, que me cortó el aire, lo juro, y después siguió en lo suyo. Más tarde pasé a su lado, yo quería saludarla, me temblaban las piernas, me paré enfrente de ella, un poco menos de lejos, la miré, le sonreí y ella hizo el gesto que pareció una sonrisa y se me acercó. Fue un momento nomás. Y me dijo, pero eso fue casi una orden, hola, cómo estás, bien, dije yo, te acordás de mí, sí, claro que me acuerdo, vos sos de las torres, ya te tengo visto, me llamo Virginia, por si tenés que decirme algo, pero sabés qué, es mejor que ni me hables, dijo, y aunque me estaba poniendo un freno lo único que me importó fue que sabía que yo existía. Yo estaba loco, entendía todo al revés. Dije sí, sí, hice un gesto con la mano, me serví una empanada de una bandeja que pasaba y volví con Ariel. Luciano, de espaldas, ni lo notó, discutía estrategia con sus compañeros. Virginia volvió a su sitio y se paró a su lado, pero siguieron sin hablarse, solamente estaban allí, discutiendo estrategia y mirando para otro lado.

Se encendió una lamparita sobre la tarima que habían montado y subió Manolo vestido de cura, fue raro verlo así, después apareció Facundo, solo, humilde, negrazo y querido por todo el mundo, subió a la tarima y se paró al lado de la mesita. Manolo pidió silencio y dijo, muchachos, ahora es el momento en que entra la novia, hubo risas, y Manolo preguntó: ya que estamos quiero saber quién entrega a esa mujer, y era un clima festivo y jocoso, todos se miraban, hacían chistes, hasta que por un costado apareció Elenita vestida de blanco, embarazada de cinco meses, una dulzura, así, se veía que se había esforzado en coserse su vestido de novia. Y venía del brazo del jefe de columna, que la dejó frente al altar y esperó abajo. No hubo marcha nupcial, Elena subió, se paró del otro lado de la mesita, Manolo les pidió que se acercaran un poco, les juntó las cabezas y les habló como si hubieran estado en el living de mi casa, dijo que ellos dos estaban por hacer algo fundamental, que era el primer casamiento revolucionario que se hacía en aquel lugar. Que habían decidido no solo arriesgar sus vidas por la causa más sagrada que puede comprometer a un ser humano sino que además habían decidido unirlas para bien o para mal, en el seno mismo de la organización que solo tenía razón de ser para garantizar que esa causa se cumpliera, rodeados de sus compañeros, que eran sus verdaderos hermanos, con los que esperaban cada día dar un paso nuevo para llegar al gran objetivo que era la revolución nacional y popular, que eso lo iban a hacer como peronistas que eran y como verdaderos cristianos, y acá Ariel me codeó despacito, y que eso había que celebrarlo, dijo, porque ser cristiano era ser revolucionario, no había que asustarse de esa palabra, los cristianos eran los hijos de aquellos judíos sojuzgados por los faraones que habían decidido liberarse de las cadenas de sus opresores y marchado al desierto. Y del libro del Éxodo se desprendía naturalmente que Cristo había sido, también, una voz poderosa contra los poderosos, una palabra de hierro más potente que la espada de los imperios dominantes, el más revolucionario pese a las deslealtades de los que lo siguieron, y que ellos, Facundo y Elena, eran los herederos de esa tradición no solo sagrada sino, además, la más ética, la única ética, en verdad, que era levantarse contra la opresión y la barbarie en nombre de los desposeídos. Porque, dijo, Manolo, vamos, che, una cosa es contar con Moisés y su bastón milagroso, qué cheroncas, así cualquiera se la banca, y otra es alzarse en armas, que es la única opción que nos dejan estos hijos de puta. Pero el General va a volver, que nadie lo dude, nosotros nos vamos a encargar, y va a llenarse otra vez la Plaza de Mayo y el quía va a cazar el micrófono y va a decir —y acá Manolo puso la voz del General, la sacó mejor que él mismo—. Queridos compañeros, dijo, hasta su sonrisa era la del Pocho, tardó pero acá estamos, otra vez gobernando para la alegría del pueblo, hubo risas, gritaron ¡Viva Perón, carajo! y entonces Manolo alzó los brazos, pidió calma, su cara volvió a ser la del padrecito villero, miró a los novios y, al fin, dijo las palabras mágicas, Facundo ¿aceptas a esta mujer por esposa, jurando amarla hasta el último día de tu vida, protegerla, y alentarla a no desfallecer jamás en la lucha? Sí, acepto, dijo Facundo con un hilo de voz, y después Manolo le preguntó a Elena si aceptaba por esposo a Facundo y juraba serle fiel, buena amante, buena madre, acá Manolo hizo un silencio cómplice, y acompañarlo en la paz o en la lucha, en la alegría o en la tristeza, en el dolor o en el gozo más dichoso. Elena dijo sí llorando bajito, después se pusieron los anillos, y Manolo alzó la copa y bendijo el matrimonio, los declaró marido y mujer y les dio a los novios el permiso de besarse, pero más despacio, por hoy, agregó Manolo. Fue un besito corto y delicado, después hubo voces de felicitación, sonó música, las compañeras sacaron a bailar al padre Manolo, yo miré a Mónica que tenía cara de derrota y no pude hacer otra cosa en toda la noche.

 

  • Gustavo Abrevaya
    Abrevaya, Gustavo

    Gustavo Abrevaya es médico psiquiatra y escritor. Publicaciones: El criadero, editada tres veces en España y una en Cuba; El Enviado, coautoría con Leonardo Killian; y Los infernautas”, editado en Argentina y en España. Es además, autor de cuentos en diversas compilaciones.