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Año 5 #55 Mayo 2019

Accidente ferroviario

Un relato sobre un accidente de tren en el que supuestamente se ve inmerso Thomas Mann y que aprovecha magistralmente para dar unas pinceladas psicológicas sobre los personajes que contempla, mozos robustos que portan los equipajes, una anciana de mantilla negra y desgastada que a punto está de meterse en la clase equivocada y que es increpada por el revisor con bandolera de cuero, de imponente mostacho policial y mirada acerba: “Este hombre es el estado —nuestro padre— la autoridad y seguridad. No da gusto tener tratos con él, es severo, muy severo, muy áspero, pero puedes fiarte de él y tu maleta está tan segura con él como en el seno de Abraham”.

Accidente ferroviario

Originalmente publicado en Neue Freie Presse (Vienna), enero 6, 1909. Der kleine Herr Friedemann und andere Novellen (1922)

¿Hay que contar algo? ¿Aunque no sepa nada? Bueno, en este caso, voy a contar algo.

Una vez —de esto hace ya dos años— estuve presente en un accidente ferroviario. Todos sus pormenores parecen estar ante mis ojos.

No fue un accidente de primera categoría, uno de estos clásicos “acordeones” con “docenas de personas desfiguradas” entre los hierros, etc., etc. No. Sin embargo, fue un accidente ferroviario auténtico, con todos sus requisitos circunstanciales, y, por añadidura, durante la noche. No todos han vivido un suceso como este, y por esto quiero contarlo lo mejor posible.

Me dirigía, en aquella ocasión, a Dresde, invitado por un grupo de amantes de las buenas letras. Era, pues, un viaje artístico y profesional, uno de estos viajes que no me disgusta emprender de vez en cuando. Al parecer, uno representa algo, ha entrado en la fama, la gente aplaude su presencia; no en vano se es súbdito de Guillermo II. Por lo demás, Dresde es una hermosa ciudad (especialmente su fortaleza), y tenía intención de pasar después diez o catorce días en el “ciervo blanco” para cuidarme un poco y quizá, si a fuerza de “aplicación” me venía la inspiración, para trabajar también un poco. Con este propósito había puesto mi manuscrito en el fondo de mi maleta, con mis apuntes, un inmenso legajo de cuartillas envuelto en papel de embalar de color parduzco y atado con un fuerte cordel que ostenta los colores bávaros.

Me gusta viajar con comodidad, especialmente cuando me pagan el viaje. Utilizaba, por consiguiente, los coches—camas; el día antes había encargado un departamento de primera clase, y ahora me encontraba instalado en él. Sin embargo, tenía fiebre, fiebre de viajar, como me ocurre siempre en tales ocasiones, pues salir de casa sigue siendo para mí una aventura y en cuestiones de viaje nunca llegaré a estar completamente curado de espantos. Sé muy bien que el tren de la noche para Dresde sale todas las tardes de la Estación Central de Munich y llega a Dresde por la mañana. Pero, cuando viajo solo en tren y mi suerte está unida a la suya, la cosa se torna grave. Entonces no puedo sacarme de la cabeza la idea de que el tren parte aquel día exclusivamente para mí, y este error irracional tiene naturalmente como consecuencia, una excitación interna, profunda, que no me abandona hasta que no he dejado tras de mí todas las formalidades del viaje, el trabajo de hacer las maletas, el trayecto de casa a la estación en un taxi cargado de bártulos, la llegada a la estación, la facturación del equipaje, y hasta que no me sé definitivamente bien instalado. Entonces, indudablemente, me entra una laxitud y bienestar en todo el cuerpo, el espíritu se interesa por otras cosas, la gran atracción de lo lejano se descubre tras la bóveda de vidrio y el corazón goza de la placentera espera.

Así sucedió también aquella vez. Había dado una buena propina al mozo que trajo mi equipaje de mano, y él había cogido satisfecho las monedas y me había deseado un buen viaje. Estaba yo entonces fumando mi cigarrillo de la tarde en el pasillo del coche—cama, recostado en una ventana y mirando el tráfago del andén. Se oían silbidos y chirridos de ruedas, carreras apresuradas, despedidas y el voceo salmodiado de los vendedores de periódicos y refrescos, y sobre todo este ajetreo ardían las grandes lunas eléctricas en medio de la neblina de aquella tarde otoñal. Dos forzudos mozos tiraban de una carretilla cargada de grandes maletas hacia la parte delantera del tren, donde estaba el furgón del equipaje. Reconocí mi maleta por ciertas señales que me eran familiares. Allí iba ella, una entre tantas, y en su fondo reposaba el precioso fardo de papeles. “Bueno, pensé… no hay por qué preocuparse, están en buenas manos”… Miren a ese revisor con bandolera de piel, frondoso mostacho de sargento de policía y mirada enfurruñada y alerta. Miren con qué brusquedad impone su autoridad a aquella anciana de mantilla negra y deshilachada, porque estaba a punto de subirse al vagón de segunda clase. Este hombre es el estado —nuestro padre— la autoridad y seguridad. No da gusto tener tratos con él, es severo, muy severo, muy áspero, pero puedes fiarte de él y tu maleta está tan segura con él como en el seno de Abraham.

Un señor con polainas y gabán de entretiempo se pasea por el andén y lleva un perrito atado con una correa. Nunca vi un perrito tan mono. Es un dogo regordete, brillante, musculoso, con manchas negras, tan bien cuidado y gracioso como esos perritos que se ven a veces en los circos y que divierten al público corriendo alrededor de la pista con todas las fuerzas de sus pequeños cuerpos. El perro lleva un collar de plata, y la correa de la que es conducido es de piel trenzada y de color. Pero esto no ha de asombrarnos si observamos a su amo, el señor con polainas, quien sin duda es de la más noble alcurnia. En un ojo lleva un monóculo que hace más severo todavía su semblante, y las puntas de su bigote se le levantan tercamente, dando a la comisura de sus labios y a su barbilla una expresión de despecho y firmeza. Dirige una pregunta al revisor de aire marcial, y aquel hombre simplón, que se da perfecta cuenta de con quién tiene que habérselas, le responde saludándolo con la mano en la gorra. Luego el caballero continúa su paseo, satisfecho de la impresión que causa su persona. Pasea seguro de sí mismo, metido en sus polainas; su rostro es frío, cáustico, y no se amedrenta ante hombres ni cosas. Es evidente que nunca ha experimentado la fiebre de los viajes; es para él una cosa tan normal y corriente que no le constituye ninguna aventura. Se encuentra como en su casa, tranquilo y sin miedo de las instituciones y los poderes, una sola palabra lo explica: es un caballero. Yo no puedo abarcarlo de una sola mirada.

Cuando cree que es hora, sube al tren (el revisor acababa de volverse de espaldas). Pasa por detrás de mí en el pasillo y, aunque choca conmigo, no dice “perdón”. ¡Qué caballero! Pero esto no es nada en comparación con lo que sigue. ¡El caballero, sin pestañear siquiera, se introduce en su departamento con el perro! Indudablemente esto está prohibido. ¿Cómo me atrevería yo, pobre de mí, a introducir un perro en un departamento? Pero él lo hace en virtud de sus derechos de caballero en la vida y cierra la puerta tras de sí.

El jefe de estación tocó su silbato, la locomotora respondió con el suyo, y el tren se puso suavemente en marcha. Yo me quedé todavía un rato en la ventana. Vi a los que se quedaban en tierra hacer señas con la mano, vi los puentes de hierro, vi las luces que oscilaban y pasaban…

Luego me retiré dentro del vagón. El coche—cama no estaba ocupado del todo; había un departamento vacío junto al mío, y, como no estaba arreglado para dormir, decidí acomodarme en él, para leer un rato con tranquilidad. Así pues, fui por mi libro y me dirigí allí. El sofá estaba forrado de seda color salmón, en una mesita plegable había un cenicero y la lámpara de gas producía una luz clara. Yo leía y fumaba cómodamente sentado.

El encargado del coche—cama entra servicial, me pide el billete de coche—cama y yo se lo pongo en su ennegrecida mano. Habla con mucha cortesía —aunque por pura obligación—, omite darme las “buenas noches” —saludo estrictamente personal— y se va para llamar la puerta del departamento contiguo. Pero le hubiera sido mejor pasar de largo, pues allí estaba el caballero de las polainas, y como el caballero no quería dejar ver a su perro, y además ya se había acostado, lo cierto es que se puso terriblemente furioso, porque se atrevían a molestarlo.

Y, a pesar del traqueteo del tren, percibí a través de la delgada pared el estallido irreprimido y elemental de su cólera.

—¿Que pasa ? —gritó—. ¡Déjeme en paz… rabos de mico!

Empleó la expresión “rabos de mico”, una expresión de buena sociedad, de señor y de caballero, que sonaba a cordialidad. Pero el empleado optó por ir a las buenas, pues, por fas o por nefas, tenía que comprobar el billete del caballero. Salí al pasillo para seguir mejor el incidente, y fui testigo de cómo, al final, la puerta del caballero se abrió un poco de empellón y el billete salió disparado a la cara del empleado, sí, le dio de lleno en la cara con fuerza y rabia. El empleado lo cogió al vuelo con ambas manos y, a pesar de que uno de sus bordes se le había metido en el ojo haciéndole saltar las lágrimas, juntó las piernas y saludó militarmente con las manos en la gorra. Algo perturbado, volví con mi libro.

Considero por unos instantes los inconvenientes y las ventajas de fumarme otro cigarro, y encuentro que no hay nada mejor. Así, pues, me fumo otro mientras sigo leyendo entre el traqueteo del tren, y me siento a gusto e inspirado. El tiempo pasa, son las diez o las diez y media o tal vez más. Los pasajeros del coche—cama ya se han ido a descansar, y al final me decido a hacer lo mismo.

Me levanto, pues, y me dirijo a mi departamento. Es una alcoba pequeña, pero perfecta y lujosa, con tapices de piel estampada, perchas y una jofaina niquelada. La cama está arreglada con ropas limpias y blancas, y el cubrecama recogido en forma que convida a echarse.

“Oh, gran era moderna —pienso—. Uno se mete en esta cama como si estuviera en casa, se traquetea un poco durante la noche, y he aquí que por la mañana se encuentra ya en Dresde”.

Cojo mi bolsa de mano de la red para sacar mis útiles de aseo. Con los brazos extendidos la levanto por encima de mi cabeza. En ese preciso instante ocurrió el accidente. Lo recuerdo como si fuese ahora. Hubo una sacudida… Pero con “sacudida” se dice muy poco. Fue una sacudida que al instante se caracterizó por una manifiesta malignidad. Una sacudida odiosamente estridente. Y de tal violencia que mi bolsa salió disparada de las manos no sé a dónde, y yo mismo fui despedido contra la pared, resultando con las espaldas adoloridas. No hubo tiempo para reflexionar, pues a continuación siguió un espantoso vaivén del vagón, que, mientras duró, dio motivo suficiente para amedrentar al más pintado. Un vagón del tren se balancea en los cambios de vía, en las curvas cerradas, esto es normal. Pero aquel vaivén no dejaba a uno tenerse en pie, te lanzaba de una pared a otra y hacía prever que de un momento a otro íbamos a volcarnos. Pensé: “Esto no marcha bien, esto no marcha bien, esto no va bien de ninguna manera”. Así, literalmente. Pensé además: “¡Alto! ¡Alto! ¡Alto!” Pues sabía que si el tren se paraba se habría conseguido mucho. Y he aquí que a esta ardiente y callada orden mía el tren se paró.

Hasta aquel momento, en el coche—cama había reinado un silencio de muerte. Pero entonces cundió la alarma. Gritos estridentes de mujeres se mezclaron con roncas exclamaciones de sorpresa de hombres. Cerca de mí oí a alguien gritar “socorro”, y no había duda, era la misma voz que antes se había servido de la expresión “rabos de micos”, la voz del caballero de las polainas, solo que desfigurada por el miedo. “¡Socorro!”, gritó, y en el instante en que yo salí al pasillo, donde se habían agolpado los demás pasajeros, salió bruscamente de su apartamento en pijama de seda y nos miró a todos con ojos extraviados.

—¡Gran Dios! —gritó—. ¡Omnipotente Dios!

Y para anonadarse todavía más —y tal vez para evitar su completa aniquilación— añadió en tono suplicante:

—¡Amantísimo Dios!…

Pero de repente volvió sobre sí y optó por ayudarse a sí mismo. Se precipitó en el armario empotrado en la pared, donde colgaban en previsión un hacha y una sierra, rompió de un puñetazo el cristal del armario, no tocó, sin embargo, los instrumentos —porque no llegó a alcanzarlos en el primer intento—. Se abrió paso a través de los viajeros congregados —con unos empujones tan furiosos que las damas, semivestidas, empezaron a chillar de nuevo— y se arrojó fuera del tren.

Todo esto sucedió en un abrir y cerrar de ojos. Entonces experimenté los efectos de mi sobresalto: cierta sensación de flaqueza en las espaldas, una imposibilidad pasajera de tragar. Todo el mundo se apiñó alrededor del empleado de manos ennegrecidas, que había acudido también allí con los ojos enrojecidos: las damas, con los brazos y los hombros desnudos, forcejeaban con las manos a su alrededor.

Era un descarrilamiento —explicó el empleado— había descarrilado. Esto no era exacto, según se comprobó más tarde. Pero he aquí que aquel hombre, bajo el efecto de las circunstancias, se sintió comunicativo, olvidó su calidad de funcionario —aquellos incidentes excepcionales le habían soltado la lengua— y nos habló con toda familiaridad de su mujer.

—Yo le había dicho a mi mujer: mujer, le dije, tengo el presentimiento de que hoy va a pasar algo.

¡Toma! ¡Ya lo creo que había pasado! Desde luego, todos le dimos la razón.

Dentro del vagón se desprendía humo, una humeada espesa, no se sabía de dónde, y todos preferimos bajar y quedarnos en medio de la noche.

Para poder bajar, había que dar un gran salto desde el estribo de la plataforma, pues allí no había andén alguno y, además, nuestro coche—cama había quedado atravesado e inclinado hacia el lado opuesto. Pero las damas, que se habían apresurado a cubrir sus carnes, saltaron desesperadas, y pronto estuvimos todos entre las vías.

Estaba todo muy oscuro, pero pudimos ver detrás de nosotros que no faltaba ningún vagón, aunque estaban igualmente atravesados en la vía. Pero delante… ¡quince o veinte pasos más adelante! No en vano la sacudida se había producido tan espeluznante. Allí adelante no había más que ruinas y escombros… Al acercarnos, vimos solo los márgenes del siniestro, y las pequeñas linternas de los revisores se posaban errantes por encima.

Nos llegaron noticias; personas excitadas, de rostros descompuestos. Nos informaron de la situación. Nos encontrábamos muy cerca de una pequeña estación vecinal, próxima a Regensburg: por culpa de una aguja defectuosa nuestro expreso había entrado a una vía muerta, había chocado, lanzado a toda velocidad, con la parte trasera de un tren de mercancías que estaba detenido allí. Lo había arrojado fuera de la vía, había destrozado sus vagones de cola y el mismo había sufrido graves desperfectos. La gran locomotora de nuestro tren (fabricada en la casa Maffei de Munich) estaba hecha un montón de chatarra. Había costado siete mil marcos. Y en los vagones de la cabeza, casi volcados, los asientos estaban en gran parte empotrados unos en los otros. No, gracias a Dios no había que lamentar desgracias personales. Se hablaba de una anciana que había “salido despedida”, pero nadie la había visto. Todo lo más, los viajeros habían quedado sepultados entre maletas y bolsas, y el pánico había sido grande. El furgón del equipaje había quedado reducido a escombros. ¿Qué había pasado con el furgón? Que estaba destrozado.

En estas estaba yo...

Un empleado sin gorra corría de una a otra del tren: era el jefe de la estación, quien a gritos y entre lágrimas recomendaba a los pasajeros que guardaran disciplinas, despejaran la vía y entraran en los vagones. Pero nadie le hacía caso, porque no llevaba gorra y su actitud no inspiraba respecto. ¡Pobre hombre! En él recaía toda la responsabilidad. Tal vez aquel accidente representase el fin de su carrera y la ruina de su vida. No hubiese sido discreto preguntarle sobre los equipajes.

Se acercó otro empleado cojeando. Lo reconocí por su mostacho de sargento de policía. Era el revisor, aquel revisor de mirada enfurruñada y alerta que había conocido aquella misma tarde, el estado, nuestro padre. Cojeaba encorvado, apoyando una mano en la rodilla, y no hacía más que quejarse de su rodilla.

—¡Ay, ay! —decía—. ¡Ay!

—Bueno, bueno, ¿qué pasa? ¡Ay, señor! Me quedé cogido en medio de todo aquello. No podía respirar. ¡He tenido que escapar por el techo!

Aquel “escapar por el techo” sonaba a reseña de prensa; desde luego, aquel hombre no empleaba con propiedad la palabra “escapar”. No pensaba tanto en su accidente como en la reseña periodística de su accidente. Pero, ¿de qué me servía esto? Aquel hombre no estaba en condiciones de informarme sobre mi manuscrito. Y me dirigí a un joven que venía sano y salvo del lugar del accidente, aunque muy serio y excitado, para preguntarle sobre el equipaje.

—Pues verá, señor, nadie lo sabe…

—¿Cómo está aquello?

Y por su tono comprendí que debía alegrarme de haber salido con todos los miembros ilesos.

—Todo está revuelto. Zapatos de señora… —dijo con un salvaje acento de destrucción y arrugando la nariz—. Los trabajos de descombros nos lo dirán. Zapatos de señora.

En esta estaba yo. Como un solitario en la noche, entre las vías, examinaba mi corazón. Trabajos de descombros. Trabajos para buscar mi manuscrito tenían que hacer. Probablemente estaría destruido también, despedazado, triturado. Mi colmena, la materia prima de mi arte, mi providente zorrera, mi orgullo y mi esfuerzo, lo mejor de mí. ¿Qué iba a hacer yo en aquellas condiciones? No tenía copiado aquello que existía, que acababa de ser ensamblado y forjado, que alentaba con vida y sonidos propios… Por no hablar de mis apuntes y estudios, de todo mi atesoramiento de material, recopilado, adquirido, recogido, extraído con penas y dolor durante años y años. ¿Qué iba a hacer? Examiné mi situación a fondo y saqué la conclusión de que tendría que volver a empezar desde el principio. Sí, con la paciencia de una fiera, con la tenacidad de un ser abisal, al que se le ha destruido la obra fantástica y complicada de su pequeña inteligencia, de su propia carne… tendría que volver a empezar desde un principio tras un momento de confusión y perplejidad, y, quizás esta vez resultará un poco más fácil…

Pero, mientras tanto, habían llegado los bomberos con antorchas que arrojaban una luz rojiza sobre los escombros, y cuando yo me dirigí hacia la parte delantera del tren para buscar el furgón de los equipajes, vi que estaba casi intacto y que no faltaba nada en las maletas. Los objetos y mercancías desparramados por el suelo pertenecían al tren de mercancías: había sobre todo una inmensa cantidad de ovillos de cordeles, que cubría una gran extensión de tierra.

Me sentí aliviado y me mezclé con la gente que estacionaba allí charlando, haciendo amistades a propósito de aquel percance sufrido en común, fanfarreando y dándose tono. Parecía ser que nuestro maquinista se había accionado valerosamente y había accionado el freno de alarma en el último instante, evitando así una catástrofe mayor. De no haberlo luchado así —se decía—, todo hubiese quedado irremisiblemente hecho un acordeón y el tren se habría precipitado por la gran pendiente que se abría a la izquierda.

¡Magnífico conductor! No había aparecido por allí, nadie lo había visto; sin embargo, su fama se extendió por todo el tren y a todos lo elogiábamos en su ausencia.

Y todos sentimos.

Pero nuestro tren estaba en una vía que no le correspondía y, en consecuencia, era preciso asegurar las espaldas, para que otro tren no se le echara encima por detrás. Y así algunos bomberos se colocaron en el último vagón con hachones, e incluso aquel excitado joven que tanto me había asustado con sus “zapatos de señora” había cogido también un hachón y lo blandía de un lado a otro haciendo señales, por más que no se veía ningún tren por los alrededores.

Poco a poco se fue imponiendo orden en medio de aquel desbarajuste y el estado —nuestro padre— logró hacer valer de nuevo su autoridad y prestigio. Se había telegrafiado y se habían dado todos los pasos oportunos: un tren de socorro procedente de Regensburg entró humeando cautelosamente en la estación, y cerca de los vagones siniestrados se colocaron grandes reflectores de luz de gas. Entonces nos hicieron desalojar las vías y nos indicaron que aguardáramos en el edificio de la estación en espera de ser reexpedidos. Cargados con nuestro equipaje de mano, y algunos con maletas, nos trasladamos, a través de una hilera de vecinos curiosos, a la sala de espera, donde nos apriscamos como pudimos. Y una hora después estábamos todos de nuevo distribuidos y colocados a la buena de Dios en un tren especial.

Yo tenía billete de primera clase (me habían pagado el viaje), pero de nada me sirvió pues todo el mundo prefirió acomodarse en vagones de primera, y estos compartimentos estaban todavía más llenos que los otros. Pero, una vez hube encontrado mi rinconcito, di con el caballero de las polainas, aquel que tenía expresiones como la de “rabos de mico”, mi héroe. Pero no llevaba el perro consigo: se lo habían quitado —en contra de todos sus derechos de caballero— y lo habían metido en un oscuro calabozo situado detrás mismo de la locomotora, desde donde llegaban lastimeros aullidos. El caballero en cuestión poseía también un billete amarillo que no le servía de nada, y se quejaba y murmuraba, intentando provocar un levantamiento en contra del comunismo y en contra de la igualdad absoluta que se había instaurado frente a su majestad el accidente. Pero se levantó un señor y con toda lealtad le respondió:

—¡Déjese de levantamientos y tenga la bondad de sentarse!

Y con una amarga sonrisa el caballero no tuvo más remedio que conformarse con aquella extraña situación.

Pero, ¿quién sube en estos momentos ayudada por dos bomberos? Una anciana, una abuelita con una deshilachada mantilla sobre la cabeza, la misma que en Munich estuvo a punto de subirse a un vagón de segunda clase.

—¿Es de primera este vagón? —pregunta sin cesar—. ¿Es cierto que este vagón es también de primera?

Y después que han confirmado su pregunta y se le ha hecho sitio, se deja caer en el acolchonado asiento de terciopelo con un “¡alabado sea Dios!”, como si por fin se sintiera segura. Al llegar a Hof eran las cinco y ya amanecía. Allí desayuné y tomé un expreso que me trasladó con tres horas de retraso.

Bien, pues este fue el accidente ferroviario que yo viví. Y con una vez me basta. Aunque los lógicos me hagan objeciones, espero, sin embargo, que tendré la buena suerte de no volver a encontrarme en un caso parecido.

  • Thomas Mann
    Mann, Thomas

    Thomas Mann (Lübeck, 1875-Kilchberg, 1955) Escritor alemán, premio Nobel en 1929. Criado en Lübeck en el seno de una familia patricia, a la muerte de su padre en 1893 siguió a su madre a Munich, donde trabajó como aprendiz en una compañía de seguros. Más tarde, aprovechando en parte las relaciones de su hermano Heinrich, colaboró con varias revistas, entre ellas Simplizissimus. De 1895 a 1897 estuvo en Italia, acompañando a su hermano.

    En su juventud, su postura quedó reflejada en las Consideraciones de un apolítico, planteadas en gran medida contra el Zola, que había publicado precisamente Heinrich. En 1933, aprovechando una gira de conferencias, y siguiendo el consejo de sus hijos, no volvió a Alemania, sino que se exilió primero en Sanary-sur-Mer, cerca de Marsella, y luego en Küsnacht, junto a Zurich. En esa época de auge del nazismo no se definió políticamente, se mantuvo apartado de los círculos de exiliados e incluso prometió al ministerio de Propaganda alemán, en 1933, abstenerse de manifestaciones políticas, pues no quería hacer peligrar la relación con sus lectores alemanes ni la edición de José y sus hermanos.

    En 1938 se trasladó a California, donde residió hasta el final de la Segunda Guerra Mundial. Desde allí dio una serie de charlas radiofónicas de propaganda para la BBC bajo el apelativo común de Deutsche Hörer (1940-1945, ¡Oyentes alemanes!) y diversas conferencias de orientación antifascista. En 1947 visitó Alemania y participó en la primera reunión de posguerra del PEN-Club en Zurich. En 1952, decepcionado por la situación en Estados Unidos a raíz de la muerte de Franklin D. Roosevelt, volvió a Europa y se estableció de nuevo en Suiza, vastamente honrado a partir de allí por sus conciudadanos alemanes.

    La producción literaria de Thomas Mann fue extensísima. De entre ella, merece destacarse cronológicamente Los Buddenbrook (1901), novela subtitulada "decadencia de una familia", que narra precisamente el progresivo declive de una estirpe hanseática en el curso del siglo XIX, sobre el fondo de los procesos de cambio sociológico producidos en esa época. Escrita bajo la influencia del radicalismo cultural de Nietzsche, en sus páginas aparece la oposición entre mundo y arte, lo que será un tema recurrente en el autor.

    Tonio Kröger (1903), relato publicado conjuntamente con otros varios, es la biografía de un artista, temáticamente muy cercana a Los Buddenbrook, y, según confesión del propio Mann, la obra que afectivamente le era más próxima. En la novela Alteza real (1909), el heredero de un pequeño principado alemán se casa con la hija de un millonario estadounidense, con lo que sanea el erario y, a la vez, da un sentido a su propia existencia, hasta entonces meramente decorativa: se trata de una "comedia en forma novelesca" narrada con simpática ironía.

    La muerte en Venecia (1913), sin duda la más acabada síntesis de la poética del autor y una cumbre en el género de la novela breve, presenta a través de sus protagonistas, el músico moribundo y el joven Tadzio, una sutil relación dialéctica entre el apogeo de la belleza y la inevitable presencia de la muerte. En La montaña mágica (1924), vasta novela comenzada en 1912, que pretendía en un principio ser una especie de sátira de La muerte en Venecia, Hans Castorp, patricio alemán internado siete años en un sanatorio pulmonar internacional suizo, vive un proceso formativo: con la excusa de las varias conversaciones que se entrecruzan en ese mundo cerrado, Mann intercala una serie de ensayos sobre múltiples cuestiones y traza un cuadro minucioso de la sociedad europea anterior a la Primera Guerra Mundial.

    La tetralogía José y sus hermanos (1933-1943), recreación del relato bíblico pero sin ninguna pretensión de historicidad, refleja la evolución del pensamiento del autor desde el irracionalismo del período 1914-1918, pasando por la democracia burguesa de la década de 1920 y los planteamientos condicionadamente socialistas de la de 1930, hasta su admiración por el New Deal de Roosevelt, que se hace evidente en la última de las cuatro novelas, cuyo eje gira en torno a la síntesis entre cuerpo y espíritu.

    En Carlota en Weimar (1939), donde se relata el reencuentro de Goethe, en la culminación de su vida, con Carlota, su amante de juventud, Mann dibuja al representante del clasicismo alemán como el artista que ha logrado la armoniosa fusión en sí mismo entre las personalidades del poeta y el ciudadano. Doctor Faustus (1947), considerada unánimemente su obra maestra, señala en el subtítulo que se trata de "La vida del compositor alemán Adrian Leverkühn narrada por un amigo". Centrada en el carácter ambivalente del dotado compositor, que cae en manos del diablo, refleja la decadencia y una mezcla de culpa e incapacidad de la sociedad burguesa alemana, desde fines del siglo XIX hasta la actualidad, con una madurez que elude la facilidad de las conclusiones.

    Confesiones del aventurero Félix Krull (1954), finalmente, es una renovación de la novela picaresca y al mismo tiempo una parodia de la tradicional "novela de formación" alemana. El seductor Félix, hijo de un fabricante de vinos espumosos, cambia nombre y rol social con un aristócrata en un hotel de París, donde hacía su aprendizaje y se va, en lugar de aquel, de viaje por el mundo. El argumento reanuda un tema básico de Mann: la decadencia y la degeneración no sólo son fronterizas del crimen, sino también una posibilidad de ampliar los límites de la existencia. Como acompañamiento de su obra narrativa, aparte de un único drama, Fiorenza (1906), Thomas Mann fue asimismo autor de una ingente producción ensayística.