Rhadamanthos
En la mitología griega Radamanto (Rhadamanthus), hijo de Zeus y Europa, gobernó Creta dotándola de un sabio código de leyes. Fue expulsado de la isla por su hermano Minos, que envidiaba su popularidad.
El relato de Silvina Ocampo, si bien toma en el título este personaje, no transita ni la mitología ni Grecia, pero sí recorre el humano y a veces irrefrenable sentimiento de la envidia.
La envidiaba por sus pecados con una envidia que la carcomía, una envidia que no la dejaba descansar, y ahora, ahí estaba, muerta. Nada en el mundo podría resucitarla. Ahí estaba, muerta como una piedra preciosa, que no sufre, con todos los honores, con todas las ceremonias. ¡Ni siquiera desfigurada! Y si lo hubiera estado, alguien se hubiera encargado de ver en ella un encanto nuevo, el encanto de sus imperfecciones. Joven, nada le quitaría la juventud; tranquila, nada le quitaría la tranquilidad; impura, nada le quitaría su aparente pureza. Las iniciales sobre el paño negro del coche fúnebre brillaban, y sus retratos ya se repartían entre los amigos de la casa. No había modo de contener las lágrimas que vertían por ella un hijo de ocho años, un marido de treinta y esa corte ridícula de amigos que la admiraban, aun más que antes. En los armarios, aquellos vestidos que olían a perfume, serían sus delegados. Con ellos el recuerdo maquinaría costumbres, ritos en su memoria. Las santas tienen altares, pero ella, que se había suicidado, tendría en cada corazón alguien que suspiraba secretamente por su memoria.
Injusticias de la suerte, pensaba Virginia, mientras subía las escaleras. Yo que he sufrido tanto, yo que soy pura, yo que tengo a veces cara de muerta, yo que no tengo miedo de nadie. yo no me he suicidado. Nadie llora por mí.
Entró en el cuarto donde la velaban. Flores, las flores que le agradaban tanto, la cubrían. En la luz trémula de los cirios brillaban la frente, los pómulos, las mejillas, el cuello y los labios, como si estuviese viva. Ninguno de sus defectos se veía, ni los dedos de los pies, que eran tan insólitos, ni las piernas demasiado fuertes. Se había arreglado, peinado, pintado, para torturarla.
Para no verle la cara se arrodilló; para no pensar en ella, rezó. Un zumbido de voces le llenó los oídos. La gente hablaba, ¿de qué? Sólo de ella. Era pura, decían, como la luz. Se puso de pie. Por suerte, nadie advierte en las miradas los íntimos sentimientos de un ser.
Virginia se dirigió al dormitorio de la muerta. Buscó el peine, para peinarse, buscó el lápiz de los labios, para pintarse, buscó el perfume, para perfumarse, y se miró en el espejo. Salió de la casa apresuradamente; entró en una tienda donde compró papel de cartas (el papel que tenía en su casa era un papel ordinario). Caminó por la calle mirando la punta de sus zapatos de bruja; subió por un ascensor interminable, abrió una puerta y entró en su cuarto. Se puso a escribir maravillosas cartas de amor dirigidas a la muerta, revelando en ellas, con toda suerte de subterfugios, la vida monstruosa, impura, que le atribuía. Al pie de la carta firmaba con el nombre del supuesto amante. En una noche, mientras velaban a la muerta, escribió veinte cartas, cuyas fechas abarcaban toda una vida de amor.
A la mañana siguiente, al alba, hizo un paquete con las cartas, las ató con la cinta rosada de uno de sus camisones, las llevó a la casa mortuoria y las depositó en el armario de la muerta.
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Silvina Ocampo
Silvina Ocampo (1903/1994) nació en Buenos Aires en 1903. Desde muy joven escribía, pero recién en 1937 hace su primera publicación con Viaje Olvidado (cuentos). Tres años más tarde se casa con Adolfo Bioy Casares (el matrimonio tuvo una sola hija: Marta), y en colaboración con él y Borges, aparece la Antología de la literatura fantástica (1940).
En la revista Sur publicó varios de sus cuentos y poemas. En total su aporte supera la veintena de obras entre las que destacan, además de las mencionadas, Enumeración de la patria(poemas, 1942), Los que aman, odian(1945), novela policial en colaboración con Bioy Casares, Espacios Métricos(1945), con el que obtuvo el Premio Municipal en 1954, Los nombres(poesía, 1953), que mereciera el Segundo Premio Nacional de Poesía del mismo año, La furia (1959), Las invitadas (1961), Lo amargo por dulce(1962), Primer Premio Nacional de poesía del mismo año y Cornelia frente al espejo (cuentos, 1988), Premio del Club de los 13.
Entre 1974 y 1979 publicó cinco volúmenes de cuentos infantiles (El Tobogán, El Caballo Alado, Canto escolar, el Cofre volante y La naranja maravillosa).
También se destacó como traductora del inglés y el francés. Borges, con quien mantuviera una gran amistad a lo largo de su vida, prologó una antología de sus cuentos publicada en Francia en 1974, cuya introducción es de Italo Calvino. También ha sido traducida al inglés e italiano.
Silvina Ocampo se ha transformado en un mito de la literatura argentina, por lo escasamente leída y por el eco de un apellido ilustre íntimamente vinculado a las letras vernáculas. La crítica en general (hay excepciones bien argumentadas), coincide en la importancia de su obra impregnada de un tono poético sugerente, una cierta y premeditada confusión en la que conviven sentimientos opuestos, como también inesperadas fracturas de las convenciones.
Su temática es la literatura fantástica en la cual desliza la ironía y un humor negro eficaz con ribetes truculentos. Borges le reconoce una virtud inquietante y que a él, particularmente, le causaba “un poco de aprensión: la clarividencia. Nos ve como si fuéramos de cristal, nos ve y nos perdona. Tratar de engañarla es inútil”. Ciertamente un elogio temible.
Han sido innumerables los reportajes, entrevistas, ensayos y comentarios hechos sobre Silvina Ocampo y su obra. Baste recordar algunos nombres notables que han echado una mirada sobre ella: Jorge Luis Borges, Ítalo Calvino, Edgardo Cozarinsky, Eduardo González Lanuzza, Ezequiel Martínez Estrada, Enrique Pezzoni, Marcelo Picho Rivière, Alejandra Pizarnik, Abelardo Castillo y Eloy Martínez entre otros.